La noción de que el campo es una reliquia del pasado, un espacio
primitivo y tradicional estancado en el tiempo, es una visión que se construye
desde prejuicios urbanos. Tanto en el imaginario popular, la innovación y el
cambio están reservados para las ciudades, con sus start-ups, centros de
investigación e industrias tecnológicas. Este enfoque, sin embargo,
invisibiliza la enorme capacidad de reinvención y transformación de los
entornos cotidianos que ha existido y sigue existiendo en los rincones rurales
de nuestro país y del mundo.
El campo es un laboratorio constante de adaptación y creatividad. Allí,
lo que en ciertos contextos urbanos sería rápidamente descartado como basura,
adquiere nuevas vidas y propósitos, y es posible dar con soluciones como un
biofiltro para aguas grises montado con un tambor, un saco de gravilla y mangas
de PVC; un refrigerador descompuesto que se utiliza como despensa para proteger
los alimentos de ratones; o piezas de autos y tractores que se reensamblan para
crear nuevos sistemas de regadío.
Más aún, en el campo, cuando algo ya no tiene arreglo, tampoco se
descarta sino que vuelve a su condición de materia prima a la espera de una
futura forma y función. Como me dijo don Eugenio mientras mostraba un auto a
pilas: “Ya veré si tiene arreglo, pero si no tiene arreglo, tiene cobre,
aluminio”. Esta capacidad de reutilización y resignificación no solo refleja
una mentalidad práctica, sino también una forma de innovación profundamente
ligada al entorno y a las necesidades inmediatas.
Es probable que la "innovación silenciosa" del campo desafíe
nuestra noción de modernidad y progreso, porque no sigue los patrones de la
industria, la necesidad de patentar o de escalar, ni busca impresionar a
inversionistas sino ingeniárselas y contribuir al bien de las comunidades.
Surge de la necesidad y de la observación profunda del entorno, en contextos
donde la escasez no es una limitación sino una oportunidad. Mientras en las
ciudades se compra la última tecnología para resolver problemas, en el campo se
exploran soluciones que requieren creatividad antes que gasto, y que luego
circulan libremente por fuera de las restricciones del mercado.
Pero más importante aún, esta relación con los objetos refleja una ética
que, en tiempos de crisis climática, parece más urgente que nunca. La
reutilización, reparación, mantención y resignificación constituyen prácticas
ecológicas de bajo impacto, y nos enseñan que la innovación no es solo cuestión
de tecnología o de infraestructuras sofisticadas, sino también la habilidad de
adaptar, transformar y sacar provecho a lo que tenemos a nuestro alcance. Las
soluciones creativas de zonas rurales son muestra de una innovación humana que,
si bien no llena titulares, tiene la capacidad de reimaginar el mundo a partir
de lo que otros llamarían “deshecho”.
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